Necesitaba más. Que las cosas tuvieran un sentido, un porqué. Un orden. Un control.
Entonces lo supo. Se quedo quieta, paralizada, mirando por aquella ventana y comenzó a llorar. ¿Se estaba engañando? ¿Tenía aquello sentido para ella? ¿Estaba tomando la dirección que le hacía feliz?
La habitación se estrechó en cuestión de segundos y la casa se hizo más y más pequeña. La ciudad no parecía suficientemente grande para huir, para esconderse, ni siquiera para encontrar lo que buscaba. ¿Aquí? ¿Allí? ¿Dónde? No ahora, no así, no de esta forma. Anhelaba cambios, anhelaba una profundidad emocional de la que ni siquiera existían indicios. No los había.
Incomprensión. Dudas. Necesitaba que tuviera sentido para ella y, por lo tanto, que dejara de tener sentido para la mayoría de los mortales.
En su caos es su orden. En su búsqueda insaciable de experiencias, de probar exquisitos puntos de vista diferentes e ideas extremas, esto es demasiada monotonía. Demasiado porque sí sin preguntar: ¿por qué no?
Cuestionarlo todo o no cuestionar absolutamente nada y dejarse llevar.
Tiene que existir un sentido escondido, una belleza intrínseca que lo explique todo. Un por qué con una hermosa melodía de fondo que lo acompañe. Pero no un porque sí.
No creo en los porque sí. Tampoco en los porque no.
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